En 2014, en el Día Mundial de Síndrome de Down, las perversas fundaciones Jerôme Lejeune y Coordown emitieron en nueve países un ofensivo anuncio en el que varios niños y adolescentes Down exhibían una ominosa felicidad. La pérfida creatividad, de Saatchi & Saatchi, ganó varios premios en Cannes, sin duda injustos. El vil anuncio, titulado Dear future mom, era una carta a una madre preocupada porque su hijo iba a nacer con síndrome de Down. Su inquietante texto —Advisory! Explicit content!!!— decía así:
“Querida futura mamá, no te asustes, tu niño podrá hacer muchas cosas: podrá abrazarte, correr hacia ti, hablar y decirte que te quiere; podrá ir al colegio, como todos; podrá aprender a escribir, y escribirte si se va lejos, porque podrá viajar; podrá trabajar, y ganar su dinero, y con él invitarte a cenar, o alquilar un apartamento donde vivir solo. Algunas veces será difícil, muy difícil, casi imposible, ¿Pero no es igual con los demás? Querida futura mamá: tu hijo podrá ser feliz, como lo soy yo.”
Desagradable ¿Verdad?
Eso al menos pensó el Consejo Superior Audiovisual francés, que lo retiró alegando que “perturbaría la conciencia de las mujeres que habían tomado diferentes opciones legítimas en su vida personal”. Vamos, que igual querían abortar y el anuncio les daba mal rollo, mejor prohibirlo, en el epicentro de la Liberté, Egalité, Fraternité, en pleno siglo XXI.
Las fundaciones presentaron un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y este septiembre llegó la sorpresa en forma de dron explosivo cuando los ilustres jueces se alinearon con los censores franceses, condenando a los niños a no molestar más con su impúdica felicidad televisiva.
No escribo este artículo desde posiciones antiabortistas, respeto a quienes “tomen diferentes opciones legítimas en su vida personal” o cualquier otro eufemismo rebuscado; es un derecho reconocido y va con la conciencia de cada cual. Tampoco desde la militancia en asociaciones pro-vida ni bajo banderas religiosas; es igualmente respetable y pertenece a las creencias de cada persona. Lo escribo como padre de María, que tiene once años y síndrome de Down.
Yo también, como la madre del anuncio, tuve momentos de pánico y de no saber qué hacer. Si me preguntan, diría que hubiera preferido que María hubiera nacido sin ese cromosoma extra, aunque si le preguntan a ella no estoy tan seguro. Porque es feliz. Le gusta reír, leer, dibujar, escuchar música, bailar, ganar al parchís, y todas esas cosas perturbadoras que dice el anuncio. Es feliz sin complejos y tan escandalosamente como puede. Y me inquieta que deba esconder su felicidad porque unos hombres grises lo hayan decidido así. Me preocupa que una sociedad que va de inclusiva excluya a un colectivo que necesita ser tan abrazado como cualquiera. ¿Debemos esconder en un armario a los Down, autistas, o discapacitados intelectuales… para que algunos no se incomoden? No se me escapan las razones económicas y el interés de algunos gobiernos en que no nazcan personas que pueden necesitar ayudas que mermen sus arcas. No es la primera vez que sucede algo así en Europa. Sin duda, el Tribunal de Derechos Humanos ha desprestigiado hoy su nombre, y nuestra sociedad debería hacérselo mirar por permitirlo.
Mientras tanto, con el permiso de los jueces -o sin él yo también escribiré una carta. Querida hija: sonríe sin disimulo, con alegría de vivir, o con ironía ante los ignorantes; ríete provocativamente de su estupidez; oféndeles con tu felicidad si es necesario; trónchate de su pequeñez y su minusvalía emocional. Y, siempre que puedas, carcajéate sin motivo, sin pudor, sin parar, flotando en el aire como en una habitación con Mary Poppins, haciendo que todo y todos vuelen a tu alrededor. Nunca desaproveches la más mínima ocasión que te de la vida: sonríe, hija. Y sonreíd, chicos, sonreíd siempre… aunque a algunos les joda.