Admitámoslo, Autocontrol es un quebradero de cabeza para anunciantes y agencias, por mucho que lo hayamos promovido nosotros. Nos hace trabajar y sufrir más. En mi agencia hay una ejecutiva de cuentas, bregada en el tema, que se despierta sudando por las noches gritando cosas como: “¡Esto no lo pasa Autocontrol, quítalo! ¡Mandad el guion a Autocontrol antes de rodar! ¡Autocontrol dice que hay que hacer cambios! ¡¡Autocontrol lo ha tirado!!…”. Y luego están esos textos legales que afean tanto un bonito rodaje, esos TAEs gigantes, esas aclaraciones imposibles… Es un tostón para todos, pero son lentejas, porque si Autocontrol no lo aprueba, las cadenas no lo chutan.
A lo mejor se pasan un poco, a mí a veces me lo parece, pero oye, al menos tenemos un organismo que se preocupa por la veracidad de lo que se emite, que tiene la vocación de proteger al consumidor y de defender la credibilidad del sector. Como creativo me parece un incordio, pero como miembro de la industria estoy agradecido por la legitimidad que otorga a nuestros mensajes, y como consumidor me siento protegido. No se me ocurre que una promoción de Doritos que he visto por la tele pueda ser un engaño, y si lo sospechara tendría dónde reclamar.
Y me da por pensar que otros sectores quizá deberían aprender un poquito, ¿no? Los políticos concretamente, vaya. En su propósito, Autocontrol se compromete a trabajar por una comunicación responsable, veraz, legal, honesta y real. Toma ya. ¿Se imaginan esto aplicado al discurso político? La caña de España.
Desgraciadamente no es así. Los mensajes de nuestros políticos están trufados de mentiras, medias verdades y de donde dije digo, digo Diego. Y no pasa nada. Estamos tan acostumbrados a los engaños que ya nos parece hasta normal. Todos lo hacen. Forma parte de las formas, y ya no es que les salga gratis, es que les sale rentable. Antiguamente, mentir era suficiente para expulsarte de la Casa Blanca, o al menos para sacarte los colores. Hoy, da votos.
En nuestra historia hay grandes parlamentarios de todo signo, como Cánovas, Sagasta, Azaña o Echegaray… Por contraste, el estilo parlamentario que más abunda hoy es el de feriantes, vendedores de crecepelo, trileros, mediocres, matones y chuletas de barrio… Sería de risa, si no fuera por la tristeza que da, y a veces el miedo. George Orwell decía que dos de los síntomas de decadencia del lenguaje son las expresiones vagas y los textos vacíos, tan inherentes al discurso político actual. Y no solo las profecías distópicas de Orwell se cumplen, los once principios de propaganda de Goebbels vuelven: la simplificación, la creación de enemigos únicos, la respuesta a errores propios con ataques, la exageración y desfiguración, la vulgarización, la silenciación de lo que no se puede argumentar… y el principio que los resume a todos: Si una mentira se repite mil veces, acaba convirtiéndose en verdad.
Nada de esto pasaría con un Autocontrol para políticos que les pusiera firmes. Un organismo que asegurara que las promesas que llegan a los votantes han pasado el filtro de responsabilidad, veracidad, legalidad, honestidad y realidad. Me encantaría ver a sus señorías con un texto legal corriéndoles por debajo diciendo “esta promesa es solo válida en península y Baleares, y solo hasta fin de existencias”, o con una cifra enorme en la esquina superior de la pantalla detallando cuánto nos va a costar su ocurrencia. Un organismo que les hiciese re-redactar infinitamente sus discursos, hasta que no tuviesen mácula de mentira ni de lenguaje ofensivo; que vigilase que los anunciantes cumplen lo que prometen; y donde los consumidores – los votantes – podamos reclamar que lo que hemos recibido en casa no se parece en nada a la foto de la web.
¡Ay! Si existiese un organismo así, un Autocontrol para políticos, todos viviríamos sin duda más seguros, más tranquilos y más confiados en el futuro. Bueno, todos menos los políticos, claro.