Una columna de Carlos Sanz de Andino para la Revista Anuncios
Hace poco, Scopen nos presentó su siempre interesante informe de agencias, y como tantas veces, charlamos de todo un poco. Y en este charlar nos compartieron un dato que no solo me sorprendió, sino que me escandalizó. Resulta que, según sus registros, España es el país del mundo, después de Colombia, donde las agencias son peor remuneradas por los anunciantes. Los penúltimos de la fila. El tercer mundo publicitario. Los casi farolillos rojos. En puestos de descenso, luchando cada jornada por la permanencia.
En corrillos ya teníamos esa percepción de que cada vez es más complicado hacer valer nuestro trabajo, e incluso cobrar por cosas que son la esencia de nuestro negocio, como la creatividad. Pero una cosa es tener la percepción y otra que te golpeen con el dato crudo: los peorcitos planetarios, solo seguidos de Colombia. Después de dedicar unos instantes a empatizar con nuestros colegas colombianos, uno se pone a preguntarse por qué. ¿Cómo hemos llegado a que la valoración de nuestro oficio haya caído en una sima de semejantes dimensiones? ¿Por qué los anunciantes no tienen en más consideración nuestra aportación a su negocio? ¿Por qué sí están dispuestos a pagar a consultoras o medios y no a sus agencias?
La primera explicación posible es que, efectivamente, la publicidad ya no aporta valor medible a las marcas: las ideas ya no venden, las estrategias no convencen, la creatividad no seduce… El negocio ha mutado y todo es intercambiable al peso. Pero mi experiencia, que no es poca ya, me impide creer esto. Y para refrendarme he tenido la suerte de ser jurado en los Premios Eficacia en su última edición, y he comprobado, con toneladas de datos, cómo -un año más- la estrategia y la creatividad siguen aportando ceros a las cuentas de resultados.
Quizá sea entonces que las mesas de compras de todos los anunciantes públicos y privados del país se han confabulado para empujar las negociaciones al extremo de la tabla, a solo un paso de las mandíbulas de los escualos. Pero me parece demasiado complicado organizar un complot de semejantes proporciones, la verdad. Es cierto que los duelos son desiguales y que los jefes de compras esgrimen casi siempre el sable más grande, pero creo que esto es más la consecuencia que el desencadenante. Tal vez la causa esté en nuestra tradicional y penosa ausencia de corporativismo sectorial. Las recurrentes iniciativas fracasadas nunca nos han proporcionado una posición fuerte, como sí han logrado otros gremios como productoras o locutores, por no hablar de consultoras y abogados. Es lícito que el coste sea una variable para competir, pero dentro de unos límites. Bajar el precio una vez es fácil, volverlo a subir es titánico. Cuando se abusa, el anunciante se acostumbra y acaba por no dar valor a nuestro trabajo. ¿Cómo se lo va a dar si no se lo damos nosotros? Al final, las filas se rompen y cada agencia acaba haciendo la guerra por su cuenta. Y todas pierden. O quizá no sea una sola razón, quizá sea un totum revolutum. Una serie de catastróficas desdichas que nos han deslizado en tobogán hasta el vagón de cola de las remuneraciones mundiales… y espérate, que, como sigamos así, para el próximo estudio nos adelantan los colombianos.
Hace muchos, pero que muchos años, recuerdo ir al cine en la calle Fuencarral y cruzarme a la salida de las sesiones con una señora minúscula que ofrecía con voz trémula:-¡Chistes de amor a cinco duros! ¡Chistes de amor a cinco duros!. Llegó a ser un personaje entrañable en La Villa, y aún se pueden encontrar crónicas de aquella anciana que, como la cerillera de Andersen, vendía cada noche sus chistes y poemas manuscritos en pequeños papeles arrugados. Hasta que un día ya nadie supo más de ella. Y me pregunto si nosotros, publicitarios entrañables, también acabaremos vendiendo nuestros chistes de amor a cinco duros, a cuatro, a tres… hasta que un día también nos esfumemos en la insignificancia y tampoco nadie sepa explicar qué fue de nosotros.